La televisión en la época de lo Real

O porqué lo clásico no pasa de moda

Debo confesar que soy un nostálgico de la tele, y no es que me disguste demasiado pasar una noche sintiendo vergüenzas ajenas, torturándome con la fase clasificatoria de American Idol, o burlándome de los sueños destruidos de un puñado de pobres modelos, objetos prefabricados del capital, protagonistas de “The Next American Top Model” mientras escarbo ansiosamente mi litro de helado de sabor a vainilla. No es eso.

Me parece que pese a poseer una leve vena maliciosa, requisito mínimo necesario para soportar estos espectáculos actuales y de tener una novia dueña del control remoto, me alinearía más bien con la pequeña facción conservadora de televidentes.

La cuestión de la verdad

Se puede decir mucho acerca de la ficción, desde la ya bastante citada frase lacaniana: “la realidad tiene estructura de ficción”, que mira esta realidad como una construcción, una narrativa que da cuenta del mismo sujeto. Pero no ahora, para beneplácito de las bellas almas, asistimos a la prevalencia de reggaetones, bailongos, realities, talk shows, chismes, noticieros amarillos y demás; todos ellos tienen en común la pretensión de ser “reales”, digamos, en su acepción más barrunta.

Aquello voltearía la fórmula aparentemente: Laura Bozzo lanzando destemplados insultos a sus detractores, Tongo en Asia, Tula y Gisela intercambiando dardos, tanto como los gringos de MTV, o los reggaetoneros que taladran sin misericordia cerebros (no tan) inocentes, se levantarían de entre todos los demás para decir, enfáticos: “Somos la verdad”. Y lo peor del caso es que puede que sea cierto.

En psicoanálisis, hay una cierta identidad entre lo Real (no la realidad) y el Goce, ligándolos la angustia, y como podemos ver a nuestro alrededor, no hay nada que abunde más hoy en día. Hábilmente se ha creado un way of life gozante, quitando el velo que cubría el horror de la imagen, reivindicando el supremo y supuesto derecho a mostrar, el seductor derecho a Todo.

Lacan ya centraba el estatuto de la verdad “imposible de decir completa”, y por tanto, también imposible encarnarla y añade que “por ese imposible, la verdad toca lo Real”[1]. Es decir y planteándonos nuestra actualidad, podemos reconocer la vigencia del postulado postmoderno de: “la única verdad es el goce”, que no es sin angustia, pero que a la vez es producto de ella.

Una torsión capitalista

Digamos que, en efecto, el objeto de consumo se vuelve la verdad y el mercado, Ley; lo que se espera es que los objetos se refinen en una espiral de competencia interminable que aspiraría al Todo imposible o haga semblante de serlo: la noción de ultimate, de lo acabado, lo que realmente es. Disfrazar la ficción de realidad.

Cuando era niño, me explicaron que en el lenguaje había 3 tiempos: pasado, presente y futuro. Sin duda alguna –lo recuerdo muy claramente, el tiempo más difícil era el presente, simplemente porque no existía. Así, inaprensible, el presente volaba a una velocidad más vertiginosa que mi pensamiento y por mucho que intentara llegar al punto de declarar “éste es el presente”, él ya se había ido.

El presente y la realidad son análogos en algo, en que se escurren entre los dedos. Sin embargo, la ambición técnica de poseer la realidad da al comunicador la posibilidad de congelarla, al menos por un tiempo, hasta que, como todo producto, quede obsoleta.

La escala de depuración capitalista lleva indefectiblemente a la evanescencia de los objetos (productos), que caen pronto ante lo nuevo, lo perfeccionado: garantía del consumo ilimitado, lo que elimine la falta del sujeto, colmándolo de goce, sin límites.

Volviendo a la tele, vemos el efecto de ésta lógica en el ascenso y caída de las fórmulas. Las miniseries toman el control de los horarios estelares: las historias no se sostienen por sí mismas, se apoyan en la expectativa y en el golpe de impacto que puedan ocasionar.

Lo patético del caso es que las “figuras” es que también entran a esta lógica, a mas exposición corren riesgo de ser desechados al agotarse su atractivo, provocando ilustres manotazos de ahogado. Como pasa casi siempre que uno miente, uno se aproxima a lo peor[2] (ver los desesperados casos de Chacaloncito llorando como cocodrilo por el grupo Néctar, o a Deyvis Orozco subastando la “verdadera” historia de su padre).

La nostalgia naíf

En el Perú hay una fijación por revivir el pasado, como una vieja herida que nos ha quedado abierta y una urgencia por volver a pasar por el mismo lugar para curarla. Una otra escena donde se supone algo perdido que se nos debe.

Volvemos a buscar en las viejas repeticiones futbolísticas el honor patrio que alguna vez nos enorgulleció (el que diga lo contrario que revise el video de la final de la Copa América del 75, donde Morales Bermúdez le pide la camiseta a Chumpitaz, para celebrar la victoria cantando el himno nacional), o vitoreamos entusiastas antiguas producciones nacionales que, valgan verdades, eran bastante malas (tengo el recuerdo incrustado de los Volkswagen escarabajo sin tapabarros que salían en casi todos los capítulos de “Natacha”), quizá con la esperanza de reencontrarnos con nuestro tesoro. Esperamos como Cándido a nuestra bella Cunegunda y tal como le pasó a él, sólo nos retorna una realidad gorda y maltrecha: nos retorna Tongo.

Pero si hay algo que caracteriza al peruano es su capacidad de mirar para otro lado, y –aceptémoslo, el lugar más seguro al que puede mirar es atrás, aferrándonos firmemente a eso como al arado del campo reseco de nuestro presente.

Vivimos el sueño de idealizar las épocas felices, reviviéndolas, pero la tele es cruel, nos enrostra cada vez que puede que no hay mejor tiempo que el presente; será por eso ahora nos parece estúpido que “Los Magníficos” no mataran a nadie, sin hablar de Candy –prototipo histérico insufrible del que eran adictas todas mis amigas cuando eran chicas, por ejemplo, que son series que pese a todo lo que digamos de ellas, la mayoría no vería ahora. ¿Alguien ha tratado de ver Meteoro últimamente?.

Hace poco volvieron a poner “Días Felices” en canal 2, y lo disfruté, mucho. Lamentablemente tuve una sombría corazonada, que me decía ni bien hubo terminado el programa que esto no podía durar demasiado, ¡que una vez más me lo iban a quitar!.

Es terrible pensar ahora con qué van a llenar ese espacio. Lo más seguro es que pongan cumbias, reggaetones o alguna miniserie de chicheros, -porque quién sabe por qué lo kitsch está de moda. Siendo así casi puedo extrañar a los empalagosos Backstreet Boys[3].

Pero somos tercos, la tele no se irá pronto y tampoco esa autorregulación de mercado que tan poco tiene que ver con la virtud y tanto con el imperativo “¡Goza!”; así que, histéricos, nos seguiremos quejando a media voz, mientras nos masticamos la misma angustia que nos presenta la pantalla, procesada y en dosis controladas científicamente.

Si, también seguiremos recordando, porque a diferencia de hoy, antes la tele no tenía la pretensión de decir la verdad.


[1] Jacques Lacan, “Télévision” (1973), Autres écrits, Seuil, Paris, 2001, p. 509.

[2]Jean-Claude Milner, “El Gran Secreto de la Ideología de la Evaluación”, Publicado en Le Nouvel Âne. Nº 2. Diciembre 2003.

[3] El autor probablemente se arrepienta pronto de esta arriesgada declaración.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

hola que tal, navegando por internet encontre tu lectura, me es muy interesante saber que tocas a la television como ese fundador de perversiones y promotor de la ignorancia desde un punto de vista psicoanalitico.

un saludo enorme.

:D