Kitsch

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Hay veces en que veo a Lima como una ciudad tomada. Algo la ha conquistado y tiene que ver con el movimiento de la cultura y toda su maraña de accesorios[1], que terminan por modificar en mayor o menor grado la fisionomía urbana.

Recorro la avenida con los ojos, mientras ando medio atontado: veo tanto, que me hace falta a veces parar, tomar aire profundamente mientras aprieto los ojos como un aprendiz de nadador, para volver a sumergirme en el exceso que provee, grosero e impune, el contacto con el neón, la chicha, las combis.

Exceso es, precisamente, de lo que pocas veces uno se queja en el Perú, y sí, es raro, dado que cargamos una larga tradición de insatisfacción perennizada por nuestra ya vernácula propensión por la sumisión. Es como mascar para siempre un chicle sin sabor y sin saber (“porque es chévere”).

Sigo caminando, oyendo. Una chica usa la palabra “elegante”, para definir (contrariamente a cualquier diccionario) a su novio con diente de oro y una gorra mal puesta que corona una túnica de harapos con miles de chispas brillantes que forman un Bugs Bunny. El tipo le responde con acento dominicano artificial.

Me siento. Me siento una rareza, un anciano con andador.

Pienso en una ética del objeto, una voraz primacía que cancela a la estética. Una tautología tóxica, autoritaria. Un por que sí.

Ahora, eso configura un panorama. Hay una dirección en ese acto de inyectar el objeto por cualquier orificio del cuerpo. Una mano que quién sabe si tenga dueño, un YHWH impronunciable de la calle que no da explicaciones. El amo ha decidido hacer gozar.

Recuerdo a Voltaire: “La única verdad es el goce y lo demás es locura”[2], escribía burlón para denunciar el maniqueísmo de los objetos artificiales y la oquedad de su satisfacción. Era bastante histérico verdaderamente.

Jacques-Allain Miller define así los objetos de la cultura: “Al lado de los objetos naturales del cuerpo fragmentado, cada uno da lugar a una fabricación de objetos perecederos, lo que se produce a partir de los objetos naturales”[3], pero hay que tener cuidado, pues fácilmente uno puede confundir estos con los objetos de la sublimación, que son aquellos que están en relación con el objeto primordial, la Cosa, el Das Ding. El arte, por ejemplo, es acercamiento, una metáfora del objeto perdido y allí su virtud, el cargar algo para que el sujeto vaya por él.

Es totalmente opuesto el deseo del objeto perdido entonces a la idea de una técnica del objeto a la medida pero evanescente.

Y es que las modas se diferencian de lo clásico como el imperativo del desiderativo. Viendo las cosas de este punto de vista el imperativo categórico de esta generación es el goce (aunque Kant y Voltaire no sean precisamente aliados) que obturaría la división subjetiva. Tapona el agujero del deseo.

Los fenómenos de masas actuales recurren a la fórmula del goce ilimitado, el todo tener que tan bien va con el giro capitalista posmoderno.

Emerge entonces lo sobrepoblado, lo desesperadamente llamativo como una alternativa de vida moderna: el estilo de vida ricachón epicúreo que pretende mostrar potencia para barrar su insignificancia.

Lo dicho tiene muchas manifestaciones, desde la montura salvaje de significantes, superlativos especialmente, uno sobre otro (turbo, extra, súper, max, poder, superior, etc.), hasta la música y el comportamiento asociado a ella como identificación.

El superlativo tiene como función resaltar el grado virtuoso absoluto del sustantivo. Es lo máximo que se puede hacer por él, al menos gramaticalmente (aunque como vemos ya no se puede confiar en el diccionario como antes). Esto no es impedimento para las deformaciones, porque el capital, sabemos, se rige con sus propias leyes.

La palabra cobra sentidos interesantes entonces: pues la insustancialidad del objeto muy seguramente es directamente proporcional a su cantidad de superlativos. La palabra al final termina denunciando, como siempre, eso que no marcha. Famosas son las radios chichas por sus pregones, sus stickers, y su particular forma de luchar contra la exclusión social haciéndose un hueco en el mercado, en el ideal del éxito sin más por qués.

Otra proporción: a más insustancial, más repeticiones son necesarias. Y si hay algo repetitivo es el reggaetón, que es otra forma urbana de decirle al mundo que no hacen falta más metáforas, porque lo que realmente importa está al alcance de los sentidos. Una proporción para la no-proporción sexual. Ingenioso.

Es curioso notar que el capitalismo astutamente ha hermanado géneros que no tienen mucho que ver, estilos y razas, los ha chocolateado y ha creado fórmulas volátiles pero efectivas de consumo: el eclecticismo del que se enorgullecen algunos, que para mí no es más que la debilidad de los referentes, nos deja hundiendo el mentón hasta que nos guillotine el siguiente éxito del Grupo 5, la malcriada del Trome, o alguna ocurrencia de Alan.

Y es ese carácter de subordinación lo que al final hace la diferencia, porque lo chicha como institución (de goce nacional, en todo aspecto) ha logrado crecer sin freno. Claro, el Perú es la tierra mágica donde nada se desecha, nada se destruye y todo se sintetiza; donde la escasez es pecado y pan de cada día. Eso es lo criollo, dicen algunos.

No lo creo.

De Lima criolla no quedan sino los balcones; el río Rímac ha hablado mucho y no se atrevería (él tampoco) a referirse así a la ciudad hoy. Sentado tranquilamente pienso en que Salazar Bondy no hubiera imaginado oda a la cursilería más destemplada que los “Parques Mágicos del Agua” (donde las lucecitas se yuxtaponen a la magia y crean un perfecto mamarracho) o ese ángel que quién sabe qué hace en el Óvalo Gutiérrez, cuando dijo que Lima era simplemente horrible.

Un ejercicio de economía significante, un clásico para una tierra exagerada (y ahora también, fosforescente y negro).


[1] Contrariamente a lo que sucede generalmente, en esta época los accesorios (superpuestos unos sobre otros) tienen la primacía que recubre un fondo escaso e insustancial.
[2] Zadig y el destino - Voltaire
[3] Jacques-Allain Miller - Presentación hecha en Roma el 15 de julio del 2006, del tema del Congreso de la AMP.

La televisión en la época de lo Real

O porqué lo clásico no pasa de moda

Debo confesar que soy un nostálgico de la tele, y no es que me disguste demasiado pasar una noche sintiendo vergüenzas ajenas, torturándome con la fase clasificatoria de American Idol, o burlándome de los sueños destruidos de un puñado de pobres modelos, objetos prefabricados del capital, protagonistas de “The Next American Top Model” mientras escarbo ansiosamente mi litro de helado de sabor a vainilla. No es eso.

Me parece que pese a poseer una leve vena maliciosa, requisito mínimo necesario para soportar estos espectáculos actuales y de tener una novia dueña del control remoto, me alinearía más bien con la pequeña facción conservadora de televidentes.

La cuestión de la verdad

Se puede decir mucho acerca de la ficción, desde la ya bastante citada frase lacaniana: “la realidad tiene estructura de ficción”, que mira esta realidad como una construcción, una narrativa que da cuenta del mismo sujeto. Pero no ahora, para beneplácito de las bellas almas, asistimos a la prevalencia de reggaetones, bailongos, realities, talk shows, chismes, noticieros amarillos y demás; todos ellos tienen en común la pretensión de ser “reales”, digamos, en su acepción más barrunta.

Aquello voltearía la fórmula aparentemente: Laura Bozzo lanzando destemplados insultos a sus detractores, Tongo en Asia, Tula y Gisela intercambiando dardos, tanto como los gringos de MTV, o los reggaetoneros que taladran sin misericordia cerebros (no tan) inocentes, se levantarían de entre todos los demás para decir, enfáticos: “Somos la verdad”. Y lo peor del caso es que puede que sea cierto.

En psicoanálisis, hay una cierta identidad entre lo Real (no la realidad) y el Goce, ligándolos la angustia, y como podemos ver a nuestro alrededor, no hay nada que abunde más hoy en día. Hábilmente se ha creado un way of life gozante, quitando el velo que cubría el horror de la imagen, reivindicando el supremo y supuesto derecho a mostrar, el seductor derecho a Todo.

Lacan ya centraba el estatuto de la verdad “imposible de decir completa”, y por tanto, también imposible encarnarla y añade que “por ese imposible, la verdad toca lo Real”[1]. Es decir y planteándonos nuestra actualidad, podemos reconocer la vigencia del postulado postmoderno de: “la única verdad es el goce”, que no es sin angustia, pero que a la vez es producto de ella.

Una torsión capitalista

Digamos que, en efecto, el objeto de consumo se vuelve la verdad y el mercado, Ley; lo que se espera es que los objetos se refinen en una espiral de competencia interminable que aspiraría al Todo imposible o haga semblante de serlo: la noción de ultimate, de lo acabado, lo que realmente es. Disfrazar la ficción de realidad.

Cuando era niño, me explicaron que en el lenguaje había 3 tiempos: pasado, presente y futuro. Sin duda alguna –lo recuerdo muy claramente, el tiempo más difícil era el presente, simplemente porque no existía. Así, inaprensible, el presente volaba a una velocidad más vertiginosa que mi pensamiento y por mucho que intentara llegar al punto de declarar “éste es el presente”, él ya se había ido.

El presente y la realidad son análogos en algo, en que se escurren entre los dedos. Sin embargo, la ambición técnica de poseer la realidad da al comunicador la posibilidad de congelarla, al menos por un tiempo, hasta que, como todo producto, quede obsoleta.

La escala de depuración capitalista lleva indefectiblemente a la evanescencia de los objetos (productos), que caen pronto ante lo nuevo, lo perfeccionado: garantía del consumo ilimitado, lo que elimine la falta del sujeto, colmándolo de goce, sin límites.

Volviendo a la tele, vemos el efecto de ésta lógica en el ascenso y caída de las fórmulas. Las miniseries toman el control de los horarios estelares: las historias no se sostienen por sí mismas, se apoyan en la expectativa y en el golpe de impacto que puedan ocasionar.

Lo patético del caso es que las “figuras” es que también entran a esta lógica, a mas exposición corren riesgo de ser desechados al agotarse su atractivo, provocando ilustres manotazos de ahogado. Como pasa casi siempre que uno miente, uno se aproxima a lo peor[2] (ver los desesperados casos de Chacaloncito llorando como cocodrilo por el grupo Néctar, o a Deyvis Orozco subastando la “verdadera” historia de su padre).

La nostalgia naíf

En el Perú hay una fijación por revivir el pasado, como una vieja herida que nos ha quedado abierta y una urgencia por volver a pasar por el mismo lugar para curarla. Una otra escena donde se supone algo perdido que se nos debe.

Volvemos a buscar en las viejas repeticiones futbolísticas el honor patrio que alguna vez nos enorgulleció (el que diga lo contrario que revise el video de la final de la Copa América del 75, donde Morales Bermúdez le pide la camiseta a Chumpitaz, para celebrar la victoria cantando el himno nacional), o vitoreamos entusiastas antiguas producciones nacionales que, valgan verdades, eran bastante malas (tengo el recuerdo incrustado de los Volkswagen escarabajo sin tapabarros que salían en casi todos los capítulos de “Natacha”), quizá con la esperanza de reencontrarnos con nuestro tesoro. Esperamos como Cándido a nuestra bella Cunegunda y tal como le pasó a él, sólo nos retorna una realidad gorda y maltrecha: nos retorna Tongo.

Pero si hay algo que caracteriza al peruano es su capacidad de mirar para otro lado, y –aceptémoslo, el lugar más seguro al que puede mirar es atrás, aferrándonos firmemente a eso como al arado del campo reseco de nuestro presente.

Vivimos el sueño de idealizar las épocas felices, reviviéndolas, pero la tele es cruel, nos enrostra cada vez que puede que no hay mejor tiempo que el presente; será por eso ahora nos parece estúpido que “Los Magníficos” no mataran a nadie, sin hablar de Candy –prototipo histérico insufrible del que eran adictas todas mis amigas cuando eran chicas, por ejemplo, que son series que pese a todo lo que digamos de ellas, la mayoría no vería ahora. ¿Alguien ha tratado de ver Meteoro últimamente?.

Hace poco volvieron a poner “Días Felices” en canal 2, y lo disfruté, mucho. Lamentablemente tuve una sombría corazonada, que me decía ni bien hubo terminado el programa que esto no podía durar demasiado, ¡que una vez más me lo iban a quitar!.

Es terrible pensar ahora con qué van a llenar ese espacio. Lo más seguro es que pongan cumbias, reggaetones o alguna miniserie de chicheros, -porque quién sabe por qué lo kitsch está de moda. Siendo así casi puedo extrañar a los empalagosos Backstreet Boys[3].

Pero somos tercos, la tele no se irá pronto y tampoco esa autorregulación de mercado que tan poco tiene que ver con la virtud y tanto con el imperativo “¡Goza!”; así que, histéricos, nos seguiremos quejando a media voz, mientras nos masticamos la misma angustia que nos presenta la pantalla, procesada y en dosis controladas científicamente.

Si, también seguiremos recordando, porque a diferencia de hoy, antes la tele no tenía la pretensión de decir la verdad.


[1] Jacques Lacan, “Télévision” (1973), Autres écrits, Seuil, Paris, 2001, p. 509.

[2]Jean-Claude Milner, “El Gran Secreto de la Ideología de la Evaluación”, Publicado en Le Nouvel Âne. Nº 2. Diciembre 2003.

[3] El autor probablemente se arrepienta pronto de esta arriesgada declaración.