En Defensa del Juego

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Algunos hay, aún, con esperanza


Hay seres que viven el fútbol de una forma diferente, a quienes la pelota hace dar vuelcos el corazón, a la alegría o miseria, como una contradicción a las teorías económicas de Freud, la intensidad del sentimiento es la base de la felicidad. Pasiones que no se alivian, dicen.

Recuerdo siempre una frase de Menotti (porque soy de su bando), que resume el ideal de todo verdadero hincha de fútbol, convertido en estrella en la cancha del barrio alguna tarde, que encierra desde la frustración de no pisar el césped de sus sueños, hasta la ilusión eterna puesta en los hombros de aquellos que están en un lugar de privilegio con relación a quienes sólo hemos llegado a la tribuna:

"Ser jugador de fútbol significa ser interprete principal de los sentimientos y la ilusión de mucha gente"

De modo que creo que en cierto modo hay un derecho de posesión sobre lo que debe ser un jugador. Creo que ese significante se encuentra de manera pura, ya no en la cancha, sino en el corazon del fanático.

Hablaba hace un par de días con un conocido jugador profesional, experimentado, gracioso. Trataba de decirle que ahora no sólo el fútbol se había dividido, que la lógica del mercado, lo utilitario y lo programable estaba apagando una llama que hace un tiempo parecía invencible (cuando la poesía y la gloria eran cosa de gigantes) sino que también nos había dividido a nosotros, a todos, en una desorientación insoportable donde nuestras fantasías siempre se quedan cortas, y son bombardeadas por una realidad de escándalo a la que asistimos o incrédulos o desengañados, al fin.

Hace algunos años el cuero viene perdiendo brillo entre apuestas, amaños, resultadismos, y toda clase de shows mediáticos donde cada vez los seguidores pagan más por disfrutar de héroes que quedan convertidos en cada nuevo contrato en objetos de explotación , en robots que deben dar el 100% todo el tiempo y brillar solos, resaltando por sobre el común. La posesión pasa del corazón al capital, sin anestesia.

Mi amigo dice que el fútbol es el reflejo del vibrar de los pueblos, y estoy de acuerdo. Los fenómenos sociales se reproducen de forma fiel cuando se habla de fútbol, o cuando se juega con Chile, por ejemplo. Se abre la pregunta de cómo situar al juego: como una válvula de escape o como una herramienta de alienación, una cortina de humo especialmente efectiva; depende diría, de quién hablemos, del corazón al que nos refiramos,; aunque si hablamos de masa hay ejemplos de su prostitución (como el Mundial de Argentina ´78, donde la magia del evento cegó al país de las atrocidades de una dictadura).

Los jugadores quedan al medio, sin querer, presionados por demandas imposibles de satisfacer; por un lado la cada vez mas robótica idea de "profesionalismo", donde el "atleta" debe exigir su resistencia física y mental hasta lo insospechado, no siendo raro que varios hayan ya colapsado (desde los alcoholismos de Orteguita y Adriano; las depresiones, como el caso de Deisler, que lo llevó a abandonar el juego; la gordura y el cansansio mental de los Ronaldos; hasta las muertes nunca bien esclarecidas de jugadores como Miklos Féher, del Benfica o el traumático caso de la muerte en vivo de Marc-Vivien Foe en la Copa Confederaciones) y por el otro la mirada implacable de todos a quienes representan, y ya no sólo me refiero al país, sino a quienes cimentan los pies de sus ídolos con su admiración y/o consumo. Es una encrucijada difícil de sortear para cualquiera.

La ciencia se encagarga de dotar los cuerpos para el éxito del "fútbol total", de aquella creencia disparatada (si se ven sus efectos), pero actual como nunca antes de que el resultado es lo único que importa, la tesis bilardista que reduce al juego y a sus participantes a un negocio que se engorda mientras menos sorpresas y genialidades hayan. Los jugadores quedan como creaciones científicas cada vez más precoces que deben responder a lo esperado, su cotización depende de ello; son moneda de cambio de grandes manos. Queda poco espacio para el placer.

El mercado retumba en los colectivos y las fidelidades ya no están garantizadas. Es una paradoja: mientras más garantía de éxito la ciencia provee, más rápida la producción de super-jugadores; menor es el tiempo de duración de su legado y de vigencia de sus cuerpos; los ídolos ya no son para siempre y lo que aparece ahora es que la violencia de los cuestionamientos y ataques mediáticos muchas veces no deja lugar a la recomposición psíquica y física de aquel individuo, sino que precipitan su caída hasta la profundidad de un ostracismo a la que es condenado por un sistema que ya lo reemplazó.

En este sentido, ¿qué hay del Perú?, ¿los nuestros están preparados para estas presiones?, ¿se pueden justificar dada esta óptica sus inconductas?.

Creo que no. Porque ciertamente hay jugadores peruanos que han tenido la fortaleza de destacar; el problema peruano debe estar en otro lado, es más profundo.

Challe aún se rie del pelotazo en la cabeza de Rulli en la Bombonera, aún se recuerda con cierto orgullo criollo que Valeriano tenía la cabeza tan dura en las cantinas como cuando se trataba de conectar un centro, todavía se recuerda al "Cholo" Sotil, cerrando bares de Barcelona a su llegada en Ferrari, y muchas otras joyas folklóricas nacionales. Si no se ganaba, se gozaba al menos.

El avance de la ciencia del deporte, o mejor dicho, el atraso en que nos encontramos, sumado al bagaje de pendencia del que nuestra sociedad se enorgullece, creo que producen un efecto característico de nuestros últimos tiempos de metalización del juego que nos devalúa: los internacionales le meten el dedo al hincha, pues ya no le deben nada a él, sino a sus empleadores y los nacionales que ven la vara alta, se entregan rápido, consolándose perpetuos en la derrota con un sueldo decoroso y la dosis apropiada (recargada, como la cultura chicha o decoración de pollería) de "hombría de barrio", léase chelas, chilingui y la infaltable canallesca vedette, pero todo eso es poca cosa aún comparado con la perspectiva de no ser recordado por ninguna hazaña en uno de los pocos campos actuales que quedan para realizarlas. Hace falta hambre y fuego. Yo diría que hace falta fútbol, placer, y honor.

Pregunto, resistiendome a desengañar mi alma, si se puede salvar a la selección, a nuestro juego y encuentro una respuesta sonriente: "quiero regresar a la selección y con la gente limpia y de experiencia, sé que se puede hacer un cambio".

Le creo y le quiero creer porque hay mucho que rescatar, pero pienso que lo primero que hay que hacer no es enamorarnos de la idea del Mundial por 3 partidos, sino, nueva y perdidamente de la pelota: reconstruir ese soporte, de la pasión de cada uno, encontrar al sujeto, el deseo de jugar y encontrar placer, en la cancha, la tribuna o detrás del televisor; dar espacios al juego y no a la competencia total, esa que mata.

De estos juegos imaginarios y de la cultura de acabar con los otros o comer de ellos, nacen los barras bravas, dirigentes corruptos, periodistas mermeleros y parasitarios, y toda fauna de comechados; porque el Perú es, fielmente, como su fútbol. Para hablar de esos, ya habrá tiempo en otro post.

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